
Las lanzas o La rendición de Breda (ca. 1635), óleo sobre lienzo de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660), Museo del Prado, Madrid.
Los soldados ingleses, franceses, escoceses y holandeses abandonan la plaza con armas y bagajes y las banderas desplegadas. No hay entrega de las llaves tal y como la representa Velázquez en Las lanzas. El gobernador de Breda, el septuagenario Justino de Nassau, hijo bastardo de Guillermo de Orange, a caballo, intercambia un saludo cortés con Spínola. El genovés ha prohibido a sus hombres que increpen a los vencidos. Los soldados de Felipe IV observan con asombro que sus enemigos presentan un aspecto mejor que el de ellos mismos, sucios del fango de las trincheras. “Gentil tropa, en verdad, ahora se considerasen las personas o las armas, que resplandecían más que las de los nuestros, porque estuvieron mejor y más largamente alojados y a mejor fuego, y no les había faltado pan hasta el día que salieron”, en palabras del cronista oficial del sitio, Herman Hugo. Escoltados por varios escuadrones de caballería, los defensores de Breda se dirigen a Geertruidenberg, la fortaleza más cercana bajo control de las Provincias Unidas.
Unos días después, la infanta Isabel Clara Eugenia, gobernadora de los Países Bajos, hija de Felipe II, visita la ciudad, “tan bella, fuerte y gentil, que su castillo y jardín es cosa real, y S. A. estaría de mejor gana aquí que en el país de Bruselas”, escribió un gentilhombre de su séquito. La infanta se aloja en el castillo de los príncipes de Orange y acude a misa en la iglesia mayor, devuelta al culto católico, donde observa los estragos de la furia iconoclasta. El regreso de los capuchinos y la apertura de un colegio jesuita deben remediar treinta y cinco años de dominio calvinista sobre Breda, desde que los holandeses la tomaron por sorpresa en 1590, ocultos en una barcaza de turba.
En Madrid, al llegar las nuevas, la corte estalla de júbilo. Felipe IV y su valido Olivares, que no habían visto con buenos ojos la empresa de Breda, envían sus felicitaciones a Spínola. Unos meses después, Calderón de la Barca estrena su comedia laudatoria El sitio de Bredá. En los Países Bajos, el jesuita Herman Hugo –confesor de Spínola– con su crónica Obsidio Bredana (1626), cuya portada diseña Pedro Pablo Rubens, el grabador Jacques Callot con su monumental vista caballera del asedio (Le Siège de Breda, 1627-1628) y el pintor Pieter Snayers con múltiples representaciones pictóricas del cerco, publicitan un acontecimiento que ya en su curso ha atraído la atención de toda Europa merced a relaciones, gacetas y corantos. La rendición de Breda, junto con la recuperación de Salvador de Bahía en Brasil, la exitosa defensa de Cádiz frente a una armada inglesa y el socorro de Génova contra a franceses y saboyanos, de convierte en uno de los grandes éxitos del annus mirabilis de 1625, que tan buenos auspicios parecía prometer para el reinado del entonces joven Felipe IV.

La infanta Isabel Clara Eugenia en el sitio de Breda (ca. 1628), óleo sobre lienzo de Pieter Snayers (1592-1667), Museo del Prado, Madrid. Este lienzo plasma con sumo detalle las formidables obras de asedio desarrolladas en torno a las fortificaciones de Breda.
Del asedio a la rendición de Breda
Los más de 40 km de líneas de circunvalación construidos alrededor de la ciudad dan fe de las proporciones del asedio de Breda, que reúne a casi cien mil hombres de ambos bandos. Desde la lejana Polonia acude al campo español el príncipe Ladislao Vasa, deseoso de conocer las últimas innovaciones técnicas en el arte de la guerra, que incluyen no solo las inmensas fortificaciones de asedio y grandes obras hidráulicas, sino también nuevos cañones y morteros diseñados por el conde Felipe de Mansfeld. A Breda acuden también, con refuerzos proporcionados por los reyes de Inglaterra y Francia, el conde Ernesto de Mansfeld –primo luterano del anterior– y el duque Christian de Brunswick, antiguos generales del elector palatino Federico V, caído en desgracia y refugiado en La Haya. También el emperador Fernando II y el duque Maximiliano de Baviera, jefe de la Liga católica alemana, envían tropas, en este caso en apoyo de la Corona española, lo que contribuye a acrecentar la dimensión europea del acontecimiento.
En Breda encuentran su fin, incluso, celebérrimas disputas, como la que enfrenta desde 1600 a los normandos Breauté y los flamencos Grobbendonk. En octubre de 1624, el caballero Pierre de Breauté, que sirve en las filas holandesas, cabalga hacia las líneas españolas y lanza un desafío al barón de Grobbendonk, al que responsabiliza de la muerte de su padre en un sonado duelo veinticuatro años atrás. Spínola retiene a los Grobbendonk, padre e hijo, pero aun así varios flamencos toman el guante y se baten con Breauté y sus franceses. El final es trágico: el normando perece, y con ello se extingue su linaje.
A lo largo de los nueve meses de asedio, el estatúder Mauricio de Nassau y, tras su fallecimiento en abril de 1623, su hermano y sucesor Federico Enrique, tratan por todos los medios de obligar a Spínola a levantar el asedio. Sin embargo, la furia del mar deshace los diques y las presas que construyen, fracasan los intentos de sorprender Amberes merced a la vigilancia de la guarnición de la ciudadela –y a las oraciones de la beata Ana de San Bartolomé, priora de las carmelitas de la villa–, y las incursiones de caballería contra los convoyes que abastecen los campamentos españoles topan una y otra vez con las acertadas disposiciones del conde Van den Bergh, teniente general de la caballería del Ejército de Flandes.
Las penurias no escasean a uno y otro lado de las murallas de Breda. En la ciudad, el hambre y la peste causan estragos. En los campamentos, las trincheras y los fuertes de asedio, la lluvia y el viento son omnipresentes. Los miles des hombres que cercan la ciudad deben ser abastecidos constantemente desde la retaguardia por medio de convoyes formados por cientos de carros de suministros que transitan a través de parajes inhóspitos, por caminos angostos y embarrados, expuestos a las emboscadas de la caballería holandesa. Dentro de la ciudad se imponen un estricto racionamiento y un control de los precios para evitar que se agrave el hambre. Ambos bandos se enfrentan a una amarga guerra de desgaste.

Retrato de Ambrosio Spínola, marqués de los Balbases (ca. 1625-1627), óleo sobre lienzo de Pedro Pablo Rubens (1577-1640), Galería Nacional de Praga. La rendición de Breda fue su mayor éxito, aunque estéril tras el cambio de estrategia impuesto por Olivares.
En Breda, al igual que veinte años atrás en Ostende, se impone quien más recursos vuelca en el asedio. La conquista y rendición de Breda encumbra a Spínola al apogeo de su gloria y abre la puerta al ataque directo al corazón de las Provincias Unidas. Sin embargo, la falta de visión estratégica de Olivares rápidamente da al traste con todo. El valido desaprueba los asedios, muy costosos, y se inclina por doblegar a los holandeses por medio de la guerra de corso en el mar del Norte y un bloqueo comercial. Spínola regresa a España en 1627 para tratar de convencer a Felipe IV de lo errado de dicha estratégica, pero el conde-duque y sus prosélitos lo humillan. El genovés, viejo y cansado, no regresará a Flandes, donde las derrotas fruto de la ineptitud de Olivares se suceden hasta la llegada en 1634 del cardenal-infante Fernando, hermano del rey, que restaura el crédito de las armas españolas.
Bibliografía
- Hugo, H.; Albi, J. (ed.) (2001): Sitio de Breda. Madrid: Balkan Editores.
- Rooze, J. P. M.; Eimermann, C. W. A. M. (2005): De belegering van Breda door Spinola 1624–1625. Alphen aan den Rijn: Canaletto/Repro-Holland.
- Vosters, S. A. (1973): La rendición de Bredá en la literatura y el arte de España. London: Tamesis Books.
- VVAA (2025): La rendición de Breda, Desperta Ferro Historia Moderna n.º 76.
Comentarios recientes